jueves, 22 de febrero de 2024

«El trío del espionaje», Europa Producciones (1966)


1966

01 : Jacques-Henri Juillet : S.O.S. para «X-21»
02 : Jacques-Henri Juillet : Dos atómicas para «X-21»


Rústica. 192 páginas más cubierta.

Portadas : «El trío del espionaje», Europa Producciones (1966), completa



También hubo ediciones italianas :



Los dibujos originales : 



En cambio, me ha sido imposible encontrar ejemplares de las ediciones originales en francés

lunes, 19 de febrero de 2024

Biblioteca rápida EASA, los dibujos originales


27 : I.G. Lectte : Delincuencia (¿ Somos todos criminales ?)


28 : F. Vera : Sueños y vida (Ciencia y arte de los sueños)


29 : Frank Hunter : Satanás (El segundo poder)


30 : César Torre : El mercado de la muerte (Los traficantes de armas)


31 : Mortimer Cody : El futuro (El hombre busca su destino)


32 : I.G. Lectte : Sadismo (¿ Perversión ó enfermedad ?)


33 : T. Yhes : Los humanoides (La llave del futuro)


34 : Franklin Ingmar : Perversos sexuales (La desviación del instinto)


35 : Frank Hunter : La inquisición (Tres siglos de exterminio)


36 : F. Vera : Oniromancia (los símbolos oníricos)


37 : César Torre : Los reformatorios (Juventud entre rejas)


40 : Frank Martin : Posesos y exorcistas (Con el diablo dentro)


41 : T. Yhes : Extraño y Lejano Oriente (Mitos, leyendas y tradiciones)


43 : César Torre : La muerte colectiva (De la peste a la contaminación)


44 : John A. Surray : Diosas de ébano (Erotismo negro)


45 : César Torre : El miedo (Inagotable tortura del hombre)


46 : I.G. Lectte : El anticristo (La otra cara de la fe)


48 : César Torre : La eterna juventud (Ciencia y leyenda de un sueño)


50 : T. Yhes : La epopeya de los dioses (Gigantes, enanos, demonios, espíritus)

domingo, 18 de febrero de 2024

¿ Se tratará de autoficción camuflada ?


Ned Altman empequeñeció los ojos.
Tal vez para centrar mejor su mirada en el indivi­duo.
Un individuo joven. De unos treinta años de edad. Abundante y descuidado pelo negro. Ojos oscuros. Nariz perfilada. Mentón cuadrado... Sus facciones, aunque co­rrectas e incluso atractivas, acusaban una sempiterna indiferencia. Una expresión de hastío que resultaba irritante.
Vestía chaquetilla de pana que pedía a gritos un pase por la lavandería. La camisa con los dos botones su­periores sin ajustar. El nudo de la corbata desplazado. El pantalón había perdido la raya. Los zapatos también requerían un buen lustre.
Ned Altman terminó por mover la cabeza de un lado a otro.
— Eres un bastardo, Clive.
Clive Lemmon esbozó una sonrisa.
Sin apartar el cigarrillo de la comisura de los labios.
— Okay, Ned. Y ahora suelta la pasta.
Ned Altman, acomodado en un sillón giratorio, abrió uno de los cajones de la mesa escritorio. Extrajo unos folios mecanografiados y unidos por grapas que arrojó sobre la mesa. En la primera de las hojas, en gruesas letras rojas, destacaba el título :
El descuartizador de Louisville.
— Aquí tienes, Clive. Se acabó.
Lemmon también entornó los ojos.
Fijos en Ned Altman. Un individuo que ya había de­jado atrás los cincuenta años de edad. Semi calvo. Adiposo. Una obesidad que ganaba día a día sentado tras la mesa escritorio.
— ¿ Qué quieres decir, Ned ?
— ¡ Maldita sea ! — Altman descargó el puño derecho sobre los mecanografiados folios —. ¡ Esto es basura, Clive ! El asesor literario ha vomitado y yo difícilmente he controlado las náuseas.
— ¿ Asesor literario ? Déjate de eufemismos. Tu editorial está especializada en bazofia. ¿ Qué infiernos te ocurre ?
— Eso te pregunto yo, Clive. Hace más de un año que empezaste a colaborar con la Altman Publishing. Te he publicado más de cincuenta novelas de terror y poli­cíacas. Al principio muy bien, pero últimamente resultan ya impublicables. Esta... El descuartizador de Louisville... Apesta a whisky. ¡ Cada folio apesta a whisky barato ! Apuesto a que la has escrito en pleno delirium tremens. Sólo así se explicaría tan nauseabundo argu­mento. Hablo en serio, muchacho. ¡ Produce náuseas !
Clive Lemmon se aproximó apoyando las manos so­bre la mesa.
Se inclinó hacia Altman.
— ¿ Náuseas ? Escucha con atención, hijo de perra piojosa... Cuando entré por primera vez en tu maldita editorial llevaba bajo el brazo un buen original. Una magnífica novela. Recuerdo tu respuesta, bola de sebo.
— Tranquilo, Clive, tranquilo... También yo la recuer­do. Ciertamente aquella novela era buena. Demasiado buena para la Altman Publishing. Aquí no tienen cabida los originales superiores a los ciento cincuenta folios y nuestro único género literario son las novelas popu­lares de acción y aventura.
— ¡ Oh, sí !... Acción y aventura. Ese fue tu consejo... ¿ Por qué no escribir algo policíaco, de terror... ? Algo con mucho sexo, mucha violencia, mucha sangre, mucho sadismo... Nuestros lectores quieren eso y se lo suministramos en cantidades industriales. Esas fueron tus palabras, Ned. Me largué de aquí, pero ante la im­posibilidad de colocar mi novela en ninguna editorial volví a las pocas semanas. Con un original de terror. Y siguió otro. Y otro...
— Últimamente tus novelas son demasiado... No sé cómo explicarlo. Cierto que el público es morboso. Ávido de violencia, sexo y emociones fuertes; pero tú te pasas de bestia.
— ¿ De veras ? Puedo serlo aún más, Ned.
Altman intuyó la velada amenaza.
Forzó una sonrisa.
— Cree que lo lamento, muchacho; pero hemos deci­dido no aceptarte ningún otro original. La mayoría de los escritores se queman por falta de imaginación. Tu caso es el contrario. Te has abrasado en tu propio in­fierno. Reconócelo, Clive. Sólo escribes cuando necesi­tas dinero. Te encierras en tu habitación con una botella de whisky y en cuatro horas me presentas una novela. Luego no vuelvo a saber de ti hasta que gastas el último centavo.
— Necesito dinero, Ned.
El editor asintió sonriente.
— Correcto, muchacho. En recuerdo a tu colaboración para la Altman Publishing te daré una gratificación de doscientos dólares que...
El movimiento de Lemmon fue rápido.
Extendió las manos atrapando a Ned Altman por las solapas. Lo zarandeó con violencia.
— ¡ No quiero limosnas, Ned ! Te estoy pidiendo lo que me pertenece.
— Te he pagado...
— Seguro. He empapelado las paredes del water con los contratos de edición; pero yo quiero ahora el por­centaje que me corresponde por las ediciones piratas que has lanzado a mis espaldas.
— Eso no es cierto, Clive. He pagado conforme al número de ejemplares que figura en contrato. No hemos lanzado...
Clive Lemmon le abofeteó el rostro con la zurda. Dos trallazos que quedaron marcados en el mofletudo ros­tro del editor.
— ¿ Me tomas por idiota ? Sé que no lo puedo probar. Que tienes todos los papeles en regla, pero también me consta que he sido engañado. Me conformo con dos mil dólares, Ned. Tienes dos opciones. Me pagas... o cobras. ¿ Qué decides, tocino ?
Altman asintió con repetido movimiento de cabeza.
— Te... te los daré..., firmaré un...
— Nada de cheques, Ned. En efectivo. Sácalos de la caja. No digas que no tienes porque te haré saltar un par de dientes.
— Te arrepentirás de...
— Ya estoy arrepentido, Ned. Maldigo el día en que pisé tu pocilga. ¡ Y ahora muévete !
Ned Altman manipuló en el último de los cajones de la mesa escritorio. Extrajo una pequeña caja de caudales que abrió con torpes movimientos. Retiró dos mil dólares.
Dirigió a Lemmon una rencorosa mirada.
— No podrás disfrutarlos, Clive.
— Por supuesto que no. Después de pagar mis deu­das me quedarán unos pocos centavos. Adiós, Ned.
— Pronto te haré llegar noticias mías, muchacho. Voy a denunciarte por robo y malos tratos.
Lemmon sonrió.
Deliberadamente arrojó el cigarrillo sobre la alfom­bra. Acto seguido abandonó el despacho. Antes de ce­rrar por completo la puerta vio como Ned Altman se incorporaba pesadamente para retirar la colilla.
Aquello hizo que la sonrisa volviera a los labios de Lemmon.
Recorrió la amplia sala.
Apestaba a sudor.
El aire acondicionado no funcionaba. Ordenes de Ned Altman para ahorrarse unos dólares. Dibujantes, rotu­ladores, guionistas, correctores... todos sudando como condenados. Había que trabajar duro para engordar a bastardos como Ned Altman.
Una vez fuera del edificio, Clive Lemmon respiró con fuerza.
Union Street, como las restantes calles de San Fran­cisco, rebosaba contaminación; no obstante, resultaba una atmósfera más limpia que la existente en la Altman Publishing.
Al menos para Clive Lemmon.
Se sentía feliz de haber roto definitivamente con la editorial. Ya no volvería a escribir aquella basura para morbosos. Ya no volvería a escribir nada. Se había ce­rrado una etapa. Otra más. Otro fracaso más en la vida de Clive Lemmon.

Adam Surray
Operación Utopía