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lunes, 20 de febrero de 2023

¡La aventura continúa!


Prólogo para el segundo volumen de la reedición completa de la colección Safari (Boombook editores, 2022)

Este segundo volumen de la reedición completa de «Safari» empieza con una novela algo inusual, en una colección abiertamente dedica a la aventura. En efecto, aunque «Cuarto round» se desarrolla durante su mayor parte en Australia, tierra todavía sugestiva y misteriosa en los años cincuenta del siglo pasado, lo hace en un entorno estrictamente urbano. No aparecen aquí ni demonio de Tasmania, ni canguro que cazar (¡por suerte!)... Tampoco hay sabana o selva que recorrer con peligro de su vida... Y las sugestivas descripciones (qué sí hay) son las de los miserables arrabales y del sórdido puerto de Sídney, lugares tan semejantes a muchos otros alrededor del mundo llamado civilizado (y no solo en aquella época).


En «Cuarto round», bajo la pluma de Steve Norton (¿se acuerdan? El autor que no necesita presentaciones), la aventura resulta de hecho principalmente humana.
Con trasfondo deportivo, recurriendo al siempre llamativo mundillo del boxeo, Norton nos cuenta una conmovedora historia de amistad y rescate social, firmando una de las entregas que más me entusiasmó de toda la colección.
Lamentablemente, no puedo decir lo mismo de su siguiente trabajo...


«Salto trágico», ambientada en un entorno circense (entorno que, una vez más, poco tiene de exótico), también se centra más en los personajes y sus emociones que en la aventura clásica de exploración en ambiente hostil, con una determinada meta que alcanzar (como es el caso por ejemplo en «El ídolo» de F. Garlag o en «Kenya» de Charles Towers). Pero, el verdadero problema no estriba aquí, sino que la narración se le escapó de las manos a Steve Norton, entre otras cosas, por falta de espacio. Además, la novela parece en un principio seguir los pasos de determinado personaje, antes de bifurcar y concentrarse en otro, para, de pronto, acabarse de manera demasiado precipitada. Tan abrupta que me vi obligado a releer otra vez las tres últimas páginas, antes de entender lo que el autor quería decir. Y una vez que lo entendí, bueno, me pareció bastante descabellado, la verdad...


Por suerte, en su tercera y última entrega para esta colección, «Cierre a blancas», si se exceptúa el final otra vez demasiado precipitado (y sin rastro de boda), el autor hace muestra de toda su pericia narrativa.
Primero, la novela empieza in medias res, con la fuga en tren del protagonista con su protegida.
Después, y mientras dicho protagonista, el americano Alexander Irwin, rememora los acontecimientos ocurridos hasta entonces, Norton inserta otro flashback, narrando las cacerías de un tal Karl von Kramer, con el cual Irwin se ha reunido... Esto da a la novela un ritmo constante, lleno de giros, que incita todavía más a voltear las páginas para saber sin demora lo que sucederá luego...
Sin embargo, lo más apreciable esta vez, es que el escritor, al contrario de lo que ocurría en sus dos novelas anteriores, juega la carta del exotismo al cien por ciento. Así, de una página a otra, nos lleva desde las orillas del Ganges hasta el fondo de la jungla o de las viejas calles de Benarés al bosque de Riwalpur, maravilloso jardín que, según nos dice, se extiende de la ciudad misma de Taka Dsong, en Bután, hasta perderse en las primeras estribaciones del Himalaya... ¡Lugares sugestivos, si los hay!
Pero, hasta París, de la manera en que la describe Norton, parece de repente una ciudad sumamente novelesca y agradable para vivir (nada que ver, en cualquier caso, con la tristona ciudad que conocemos hoy, repleta de polis y que huele a orina y a aceite rancio)...


Por todas estas razones, es muy lamentable que aparte de estas tres novelas en la colección «Safari», la carrera literaria de Steve Norton parece reducirse (por lo menos con este seudónimo) a dos títulos más en la colección «Hampa» (otra propuesta tan confidencial que, en la Biblioteca Nacional, además de no tener la colección completamente catalogada —algo bastante habitual, lamentablemente— ni siquiera son capaces de indicar de manera clara el nombre del editor, siendo éste una vez M. Ínigo —o Íñigo— Merelo y otra Ernesto Giménez).
Sí, parece, ya que no solo la mayoría de los listados de estas colecciones menos famosas son incompletos, sino que siempre se ha dicho (y yo también lo creía) que se desconocía por completo la verdadera identidad de los autores que habían escrito para las Ediciones Safari.


Sin embargo, rebuscando en la red, he descubierto hace poco que el difunto Jesús Cuadrado, destacado conocedor de los tebeos y de la literatura popular (a quien quisiera dedicar este prólogo, en agradecimiento por la forma desinteresada con la que aceptaba siempre compartir sus conocimientos), atribuía el seudónimo Steve Norton a un tal A. Cerrolaza Soto...
¿Cómo Jesús ha llegado a esta conclusión? No sabría responderos, aunque no dudo que se basará en una fuente segura.
De todos modos, y por desgracia, tampoco es que nos ayuda mucho conocer este dato, ya que, con esta firma, solo aparece otra novela, a saber el primer número de la colección «Gestas heroicas» de las Ediciones... Safari...
Así, en vez de proporcionarnos respuestas, esta revelación nos lleva en realidad a plantearnos aún más preguntas: ¿era esta la verdadera identidad del tal Steve Norton? ¿O A. Cerrolaza Soto era también un seudónimo?


Y después de estas seis novelas, ¿se camufló bajo otro alias más, que desconocemos, siguiendo así publicando, tal vez hasta el ocaso de los bolsilibros y en editoriales menos confidenciales? ¿O, después de probar suerte durante un par de años en el mundo de las letras, esta olla de grillos, por alguna razón prefirió —o se vio obligado, tal vez— a dedicarse a otros menesteres?
Como ya he dicho, hasta que un familiar aparezca para aclarar la cuestión, no podremos llegar a ninguna parte... Solo dejarnos llevar por la fantasía, pensando en por qué una carrera, que sea prometedora o no, a veces se interrumpe repentinamente o evoluciona de alguna manera que no esperábamos o que no nos gusta... y otras, no evoluciona para nada, siguiendo el mismo camino hasta el final...


Por cierto, ya que hablábamos antes de la colección «Hampa», visto el precio al que se ofrecen las pocas novelas de ésta que quedan todavía a la venta, me temo que será necesario, si queremos descubrirla un día sin tener que hipotecar el piso, que el amigo Martin Dorado nos prepare otra de sus tan preciosas reediciones...
Para volver a los autores españoles que colaboraron con las Ediciones Safari, en una u otra de sus tres colecciones dedicadas a la novela popular («Safari», «Tres centellas» y «Gestas heroicas»), el único que hizo realmente carrera, al menos conservando el seudónimo que había utilizado en aquella época, fue Antonino González Morales, mejor conocido como Anthony G. Murphy o, en su versión reducida, como A.G. Murphy.


Sin cambiar casi nunca de alias, cosa más bien rara, ya que las editoriales querían generalmente tener la exclusividad de los seudónimos empleados, Antonino colaboró con Rollán, Bruguera, Cies, Cid, Tesoro, Manhattan, Doncel, Mepora y, por supuesto, los inevitables chapuceros de Producciones Editoriales, firmando novelas inéditas por lo menos hasta la mitad de los años sesenta. Mientras que varias de sus obras serán reeditadas a lo largo de las siguientes décadas, tanto por las editoriales de origen como por los recortadores profesionales de Andina, la sucesora de Rollán.
Las pocas veces que Antonino utilizó un seudónimo diferente fue cuando colaboro con la editorial Torroba, en sus colecciones «Whisky» y «Desafío» (apareciendo dos veces como Alex Mor y una como Ambler Ketchum) y para firmar o novelas románticas (fue Ana María Luján para Rollán) o algunas policíacas supuestamente de mejor calidad literaria para Tesoro (en particular dentro de la colección «La novela negra») o para la argentina Acme (convirtiéndose en este caso en Inglis Carter).


Especifiqué unas líneas más arriba, que estaba hablando de los autores españoles que colaboraron con las Ediciones Safari. La razón es que, unos diez años antes, cuando la editorial todavía se llamaba Magerit (volveré a tocar el tema más adelante), parece que ya probó suerte con la novela popular, proponiendo dos colecciones distintas, concretamente las series «Fantástica» y «Policíaca». Dos colecciones bastante heterogéneas, la verdad, en las cuales eran traducidos, sin más, autores italianos, ingleses o franceses, apareciendo nombres tales como Torquato Padovani, R.A.J. Walling o Jean Petithuguenin.


Después de todas estas digresiones (que no vienen mucho a cuento, ya que Anthony G. Murphy solo colaboró en «Gestas heroicas»), volvamos ahora al tema principal de este prólogo...
Aparte de Steve Norton, en esta segunda y última mitad de la colección «Safari» participaron seis autores. Tres ya conocidos previamente (Anderley, F. Garlag y A. Farto de Fonseca) y tres nuevos del trinque (Charles Tower, Stuard —o Stuart, no estoy muy seguro de cómo se debería escribir su nombre, ya que no parecen dispuestos a ponerse de acuerdo entre ellos, tanto el portadista de «Himalaya», su única novela, como los tipógrafos de uno y otro volumen en los que se menciona a este autor— y Mac Forsite).


De los tres primeros, ya he dicho (en el volumen inicial de esta reedición) lo que sabía, que no era mucho. En cuanto a los tres nuevos, es aún peor. No hay rastro de ellos. Por lo menos, como ya lo especifiqué varias veces, con estos seudónimos. Solo Charles Towers, al parecer, tuvo una pequeña carrera. No mucho, de todos modos: un título, «Sangre en el Marne», en la colección «Gestas heroicas» de la misma editorial (cabe señalar, sin embargo, que nunca he podido completar el listado de dicha colección, así que podría reservarnos todavía algunas sorpresas), otro en la antes citada «Hampa» («Vida por vida») y, si se trata realmente del mismo autor (pero ¿por qué no debería serle, con el mismo seudónimo?), de un último, algunos años más tarde, en «Carro Blindado» de Ferma («Tanques en la arena», después reeditado también en «Combate», otra colección bélica de la misma editorial).


Si se trata realmente del mismo autor, en efecto, dado que, en el catálogo de la Biblioteca nacional, sin que sea posible saber por qué, «Tanques en la arena» es el único título de Charles Towers por el cual se indica el verdadero nombre del autor, y no solamente el seudónimo que fue utilizado para firmar la novela. Por esta razón, puede legítimamente existir una pequeña duda... Sin embargo, me parece todavía más dudoso que un mismo seudónimo sea empleado por dos escritores diferentes. Sobre todo cuando se trata de una traducción tan literal del nombre real del autor: Carlos Torres...


Para terminar, quisiera rectificar algunas imprecisiones que he podido leer respecto a las Ediciones Safari... Por supuesto, estas inexactitudes no son tan redhibitorias como poner a los Apaches en Carolina del Sur, pero, por amor a la verdad, es justo que sepan que al principio de la colección, ésta era publicada por las Ediciones Magerit. Y esto duró hasta el número ocho («Madagascar», de F. Garlag). Solo a partir de la siguiente novela («Narcóticos», de Anderley) cambió el nombre de la editorial en la contraportada. Sin embargo, ya en «Rebelión», de Numa (o sea el número siete), se anunciaba el primer gran concurso de... Ediciones Safari... Todo eso después que, al final de la cuarta («Traición», de F. Garlag), por un despiste, seguramente (...o por una premonición, tal vez), ya se había hecho referencia a dichas Ediciones Safari... ¡Qué lío! Lo peor es que tampoco la colección «Tres centellas» se libró de esta especie de amateurismo editorial, ya que entre los números cinco y siete de «Safari», fue anunciada como... «Tres centauros»...
Afortunadamente, estas pequeñas torpezas nunca perjudican el placer de la lectura, que se revela aún más grande en esta segunda parte de la colección.


De hecho, es bastante sorprendente que sea precisamente en el momento en que la propuesta ha tomado forma, con la llegada de nuevos y muy valiosos profesionales, capaces de escribir estupendas novelas como «Himalaya» por ejemplo, que «Safari» se interrumpe... Pero, en vez de quejarnos por lo que no pudo ser, alegrémonos simplemente de poder paladear, casi setenta años después, en una edición tan bella y amorosamente cuidada (además de económica), las doce historias aquí reunidas.
 
Stéphane Venanzi